Era un lugar de rara belleza, aislado, tranquilo, y la gente aún no lo había estropeado. Es extraño cómo los seres humanos profanan la naturaleza con sus matanzas, su ruido y su vulgaridad. Pero aquí, con las secoyas y el roble y todas las flores primaverales, esto era realmente un santuario para la mente quieta, para una mente estable y firme como esos árboles ‑no debido a alguna creencia, algún dogma, ni por la dedicación a algún propósito; la mente libre no necesita de estas cosas-. Uno miraba los árboles, tan extraordinariamente quietos en esa tarde. El camino se hallaba muy lejos y no podía oírse el ruido de los vehículos; de la casa cercana no llegaba sonido alguno y el silencio era total. Aun la brisa se había detenido y no se agitaba ni una sola hoja. El nuevo pasto de primavera era de un verde delicado, uno apenas se atrevía a tocarlo. La tierra, los árboles y el faisán que lo vigilaba a uno, eran indivisibles. Todo formaba parte de ese extraordinario movimiento de la vida y el vivir, cuya profundidad el pensamiento jamás podrá alcanzar. El intelecto puede tejer un montón de teorías, puede construir alrededor de ello una estructura filosófica, pero la descripción no es lo descrito. Si usted se sentara quietamente, muy lejos de todo el pasado, entonces quizá podría sentir esto; no usted sintiéndolo como un ser humano separado, sino más bien porque la mente se hallaría tan completamente silenciosa que habría una inmensa percepción alerta sin la división del observador.
Y si paseando se alejara a poca distancia, encontraría una granja con enormes cerdos, montañas de carne rosada, resoplante, lista para el mercado. (Ellos dijeron que era un negocio muy bueno y lucrativo). Usted vería a menudo un camión subiendo por un sendero áspero y sinuoso de la granja, y al día siguiente habría menos cerdos. (“Pero necesitamos vivir”, dijeron ellos...). Y la belleza de la tierra ha sido olvidada.
Del Boletín 8 (KF), 1970
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